domingo, 8 de agosto de 2010

El tercer nivel

Este es uno de los cuentos (basado en hechos ciertos) mas enfermos que he escrito: sangre, alcohol y sexo contranatura; todos los ingredientes para hacer de un cuento por lo menos interesante. Sí, no tengo tiempo ni ganas de filosofar, asi que seguire publicando cuentos viejos sin pretensiones concursales. Este lo hice para un taller de narrativa de la universidad el año pasado. Mi autocensura me llevo a cercenar varias partes porque en verdad ya era demasiado...

“…supondré, pues que existe cierto genio maligno, tan astuto y engañador como poderoso, que ha empleado toda su habilidad para engañarme…”
René Descartes


- En nombre de Dios, la Biblia y su Santidad el Papa, ¿juráis decir la verdad y nada más que la verdad?
De todas las frases célebres inventadas por nuestra madre la Iglesia, quizás esta es la más memorable, quién sabe si quizás la más usada; sin embargo, no tengo dudas de que es la más ingenua, estúpida e inútil de todas. Nadie lo sabe ni lo sabrá mejor que mi gran amigo Urbain Grandier.
Vi por primera vez a Grandier cuando llegaba a Saint Pierre du Marche, en Loundun. Luego de la muerte del padre Antoine, él fue nombrado el nuevo párroco del pueblo. Una mañana de verano andaba por los linderos del bosque, cerca del lago, cuando oí su silbido. Venía montado en un caballo negro, me sorprendí al verlo, era demasiado joven para ser el nuevo cura del pueblo; además, era muy bien parecido y tenía un porte elegante. De improviso, se detuvo cerca de donde yo estaba, se bajo del caballo y caminó en mi dirección. De inmediato supe qué fue lo que le llamó la atención, yo estaba ahí por el mismo motivo. Del lago provenía un suave y delicado canto de mujer. Decidí ocultarme y ver lo que sucedía. Caminó sin hacer ruido hacia la orilla y se agazapo entre los arbustos para espiar a la doncella que cantaba. Era muy joven y hermosa, pero para su sorpresa, de doncella tenía poco. Estaba acostada en la otra orilla con los ojos cerrados, con una mano se acariciaba suavemente uno de los pezones, tenía las tetas bastante tiernas y firmes, con la otra mano se sobaba frenéticamente su jugoso sexo. Cada vez la intensa chispa de la lujuria la llenaba y no solo a ella, mientras su canto se hacía más entrecortado y jadeante, el sacerdote se desvestía de la sotana y se lanzaba a nado para cruzar hacia la otra orilla. La joven se sorprendió un poco al darse cuenta del hombre, pero no se movió de su lugar, simplemente abrió más las piernas. Cuando la hizo gritar de éxtasis por cuarta vez, supe que sería un sujeto muy interesante.
Aparentemente el nuevo párroco era un joven muy alegre y carismático. Siempre se lo veía por el pueblo con una amplia sonrisa en el rostro y repartiendo bendiciones por doquier. Cobraba poco por las inútiles misas funerales e incluso las hacía gratis para los más pobres. Rápidamente se hizo del cariño de la gente. La parroquia rebozaba de mujeres todos los días de la semana. Todos querían oír la misa del nuevo padre, aunque ninguna de aquellas pobres almas entendiera un bledo de latín; solo querían verle las espaldas al joven padre. Las filas para confesiones eran siempre muy largas. Era increíble lo rápido que pecaban aquellas zorras, hasta donde yo estaba podía saborear la mentira y el deseo carnal llenándolas, me excitaba. Eran especialmente dos muchachas las que frecuentaban diariamente el confesionario: la joven Phillipe Trincant, hija del Conde de Loundun y; Madeleine de Brou, hija de un comerciante muy rico, René de Brou. Deliciosa debilidad la de Grandier, le llevaría a la muerte.
El párroco distribuía muy bien su tiempo y sus fuerzas, pocos hombres disfrutan de tanta virilidad y potencia. Luego de la escena del lago me encargué de espiarlo y vigilarlo. El cura cayó ante los encantos de Phillipe desde la primera vez que se encontró con sus ojos celestes. Esta vez no solo era deseo carnal, su miembro no era el único que se ponía duro, también lo hacía su corazón. El padre estaba enamorado después de mucho tiempo. Durante sus caminatas matutinas por la colina se dedicaba a seducir a la muchacha. Podría haberle hablado en cualquier momento; pero no deseaba levantar sospechas en el pueblo. Grandier era un hombre encantador a los ojos y oídos de cualquier mujer, era un hombre culto como pocos, ducho en poesía y sabiduría; Phillipe pronto caería en sus brazos y él pronto caería sobre ella. Me encargué de estar presente cuando le rompió la virginidad, manchando de sangre el púlpito, cuánto deseaba lamer aquellas sacrílegas y exquisitas gotas.
Luego de unos meses el cura iría a apuntar el sexo hacia Madeleine, esta vez no fue difícil, ella era prácticamente la puta del pueblo, con sus abultados senos y sus labios carnosos, eran pocos los que no la habían atravesado. Sin embargo, esto era también un reto para Grandier, cómo podría satisfacer a una mujer como ella. Para deleite de mis ojos, el cura era bastante creativo; además, poseía en la capilla toda una colección de instrumentos extraños a su alcance. Ambos eran verdaderamente brutales, cuando decidió colgarla de cabeza en la cruz, cuánto hubiera querido entrar a intervenir en la acción, lastimosamente no podía.
Aquellas dos eran las permanentes, pero también había algunas esporádicas: Charlotte, la hija del panadero, con la que usaba la manteca de distintas maneras; Marié, la cantinera que le enseñó de dónde más se podía beber el vino; Giulliette, la mujer del sastre, la que le mostró otras formas de usar las agujas. Pocas fueron las mujeres del pueblo que no pasaron por el regazo de Grandier. Los hombres pronto empezaron a sospechar, pero no hicieron nada, la sonrisa del párroco incluso amainaba los ánimos de esos pobres infelices.
Pasé un par de años pensando qué hacer con Grandier. Aún no me presentaba, solo lo observaba y me preguntaba hasta dónde podría llegar, nos parecíamos mucho. Fue en esa época, en una noche lluviosa, mientras cavilaba estas ideas sentado frente a la puerta de la parroquia, cuando se le presentó la mujer del lago, desnuda y con un bebé en brazos. Sin necesidad de explicaciones los hizo pasar, los secó y les dio abrigo y comida. Mientras cortaba el pan y servía la leche, le dijo que el bebé era suyo y que pensaba hacerlo público. Estuve muy atento a la mirada de Grandier, vi cómo recorrían sus ojos, con una llama asesina, el trayecto de su mano al cuchillo y del cuchillo al bebé; pero no hizo nada. Pronto me di cuenta de que no podía; al fin y al cabo, siempre pensé que era una buena persona.
Supongo que la mujer se fue esa misma noche y no la volvería a ver hasta el día en que murió en la hoguera, lo cierto es que yo también decidí olvidarme un poco de Grandier, no me servía para nada. Viajé a la ciudad para enterarme de las reformas que estaba haciendo Roma luego de lo de Lutero. Siempre me gusta estar al tanto de lo que hace la Iglesia, una vieja venganza pendiente. Estúpidos viejos castrados, como si pudieran realmente evitar su hundimiento final con unos cuantos cambios en el papel. Mientras rumiaba mis antiguos odios, recibí una visita con noticias inesperadas, pero en un preciso momento. Grandier, sin proponérselo ayudaría a mi venganza.
Los poderosos padres de Phillipe y Madeleine se habían enterado del amorío de sus hijas, así que decidieron devolver la afrenta. Almas condenadas a arder. El Conde de Loundun, parricida y fratricida por el título y la fortuna; René de Brou, deudor asesino, no dudo en hacerse rico con préstamos para luego matar a quienes debía. Utilizarían a una de las perras del Conde, la Abadesa Jeanne de Belciel. Puta encubridora, ayudó a su amante a ocultar sus asesinatos por unos cuantos orgasmos. Crearían una falsa violación en el convento, donde Grandier era el padre confesor. Dado que todo el pueblo conocía la naturaleza de su párroco, nadie dudaría del crimen. A pesar de no tener escrúpulos, el plan fue leve, solo harían que deje de ser sacerdote, quizás unos años de cárcel; nada grave, la historia lo hubiera olvidado rápidamente. En este punto tendría que usar mis habilidades.
Grandier ya estaba preparado cuando llegaron los soldados a aprehenderlo, estaba al tanto del plan en su contra. Sin embargo, pude ver en sus ojos llenos de terror que nunca imaginó presenciar semejantes atrocidades como las que vio cuando fue obligado a ingresar al convento. Supo desde que fue bañado en agua bendita por los soldados, que algo andaba mal. En los exteriores no lo esperaba gente ofuscada y preparada para lincharlo, sino el pueblo de rodillas, rezando y mirándolo con miedo. Desde que ingresó y le llegaron los exquisitos olores de carne chamuscada, sangre y semen no pudo evitar la náusea. Cuando fue empujado hacia la luz del patio exterior, solo atinó a vomitar y desmayarse.
Grandier fue acusado de haber invocado al demonio de la lujuria, Asmodeo, dentro del convento; causando la posesión de dieciséis monjas, incluida la Abadesa y cuatro seminaristas; además del asesinato y tortura de cinco de ellas en la orgía satánica. Una por una, las monjas fueron contando lo sucedido, desde aquella tarde, cuando vieron a Grandier dejar una rosa roja en el centro del patio, hasta su despertar luego del exorcismo. Sería aquella rosa, el método de invocación del demonio. Fue de esa manera como ingresó al convento. Una por una, fueron poseídas e inducidas a cometer atrocidades jamás vistas ni oídas. El testimonio fue ratificado y detallado por todos los ya exorcizados. Cada cual elevaba el odio y el miedo contra Grandier, él solo contaba con la tesis de la conjura en su contra. Sin embargo, las amantes, sus testigos, no podían creer que el plan de sus padres haya ido tan lejos. Grandier estaba solo y perdido. Sabía que era su fin. Fue en el momento de su testimonio, cuando decidí usarlo por última vez para asestar el golpe definitivo.
- ¿Si yo pudiera infestar a otros con demonios, malditos ancianos con el miembro podrido, podría ser detenido con sus insignificantes fuerzas humanas y obligado a presenciar este juicio? ¿Y no podría acaso influir sobre su entendimiento y su mente de tal modo, que no puedan conocer la verdad de nada?
El revuelo que causaron estas palabras fue tal como lo que deseaba, Grandier fue obligado a bajar del estrado, tal vez pensó que por inspiración divina dijo aquello y que lo liberarían. Todo lo contrario, como me lo imaginaba, la duda caló profundamente en las cabezas del tribunal. Tuvieron que consultar a distintas universidades y especialistas. El mismo Papa fue el que emitió el edicto final de ejecución. El pobre Grandier ardería en la hoguera después de todo.
En cierto modo yo estaba en deuda con él, por eso decidí revelarle la verdad en el momento de su muerte. Lo último que oyó fueron mis palabras, lo último que vio fui yo, la presencia oscura que lo había venido observando desde que llegó a Saint Pierre du Marche y la doncella del lago con un bebé en brazos. Fue un honor después de todo, pocas personas pueden jactarse de haber conocido a demonios tan antiguos como yo, Asmodeo, y Lilith. Mientras su piel reventaba por las abrasadoras llamas, nos presenté y le di el consuelo de la verdad:
-Nuestro primer encuentro fue planeado por ella. Había decidido dejarla por un tiempo, se me había antojado carne humana; por eso decidió vengarse de mí y te eligió a ti para ello. Eres como mi versión humana. Le dije que quería regresar con ella. Como condición, me pidió que te envíe al infierno. Sin embargo, hasta que Lilith decidió intervenir, no encontré maldad suficiente en ti, ni medio para tentarte. Aquella noche lluviosa debí haber pensado que no te gustaría ensuciarte de sangre, te abandoné antes de que alimentes al bebé y a la madre con leche y pan envenenados. El peor de todos los pecados, intentaste asesinar al que pensabas era un inocente. Por cierto, no era tuyo, Lilith pare a diario los hijos de los hombres que selecciona para saciar su hambre seminal, no te preocupes, en realidad no murió, era un demonio más. Cuando me contó lo que hiciste, decidí que además me podrías ser útil en mi venganza contra tu inútil Dios y su endeble Iglesia. Tú eras el único con maldad suficiente como para albergarme. Con control de tu cuerpo, realice mi ritual de invocación, la única forma de irrumpir en un recinto sagrado como lo era el convento. Inducir el frenesí orgiástico en esos sexos reprimidos y tiernos y en la pecadora fue fácil, sangre virgen siempre es buena. Necesitaba un caso que llame la atención para que mi plan tenga éxito. Gracias a ti pude introducir en la humanidad la última duda, la duda definitiva más allá de los sentidos y el sueño, la duda sobre el propio entendimiento, sobre la mente, ahora nada existe Grandier. Es el fin de la verdad, es el fin de Dios para los hombres. Este es el inevitable fin de la Iglesia y mi venganza estará completa. Gracias Grandier, ahora puedes arder en el infierno por la eternidad.

“…de lo que he deducido que hay un Dios, que es autor de todo lo que hay en el mundo y que siendo la fuente de toda verdad no ha creado de ninguna manera nuestro entendimiento de tal naturaleza que me equivoque al juzgar…”
René Descartes